domingo, 18 de marzo de 2018

EL VIAJE DE LINDBERGH A SUDAMÉRICA (X). DE PANAMÁ A CARTAGENA

Charles Lindbergh

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Las selvas desde lo alto semejan inmensa esponja de intenso color verde

Abandoné la costa a considerable distancia de la ciudad de Panamá e íbame con dirección al interior con rumbo a Cartagena, puerto colombiano de mucho movimiento, que está situado en el Atlántico. Todo el territorio por donde pasaba era absolutamente inculto y deshabitado.

Antes de ver el Mar Caribe volé por encima de una cordillera cubierta en su mayor parte por las nubes. Los montes de la región ecuatorial o de sus contornos son muy diferentes de las montañas de los Estados Unidos pues generalmente hasta las más altas aquí están cubiertas de vegetación espesa, de color verde obscuro. Repentinamente se deja ver un río que precipita todo su caudal de agua por un precipicio y cae luego en una cortina de neblina para desparecer luego, después de corto trecho, en la floresta, a varios cientos de pies más abajo. Es muy frecuente el encontrar ríos cuando se está volando, ríos que momentáneamente desparecen como si los hubiera tragado la selva.

Lindbergh llega a Cartagena. Tres personas en cuclillas delante del Spirit of St. Louis y, detrás del avión, las piernas del piloto, orinando
(Fototeca Histórica de Cartagena, tomado de El Universal)

Árboles de rara corpulencia crecen en los bancos de sus orillas y sus ramas se entrelazan furiosamente a muchos metros de elevación encerrándolos en el más absoluto y secreto desaparecimiento. Orquídeas y trepadoras que viven asidas a venas centenarias acaban por ocultar el terreno y los caudalosos ríos. Cuando se vuela por encima de selvas cerradas solo se distingue una gran extensión de algo que pudiera compararse a colosal esponja verde.

Cuando llegué a la costa del Caribe la encontré irregular y salpicada de pequeños islotes. Volaba al norte del Golfo de Urabá y después de mirar el mapa, a cuyo margen iba anotando en abreviatura mis impresiones de viaje, enderecé el compás con dirección a las playas de Colombia, después de atravesar un trayecto de treinta millas de agua salada, y mil ochocientos pies más allá, atravesaba por la costa del Golfo de Darién y se veían muchas villas pequeñas al contorno. El interior aparecía cubierto por innumerables montículos pero no se distinguían montañas corpulentas que no las vi sin duda porque la niebla no me permitía mirar más allá de cuarenta millas a la redonda.

A lo largo de la costa del Golfo mi velocidad era de noventa y cinco millas por hora, contra el viento, y pude por fin llegar a Cartagena a las 1,45 p.m. del 26 de enero de 1928.

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